domingo, 18 de enero de 2009


Nunca me gustó el pan de sésamo, y a ti tampoco, aunque te esforzaras en fingir con un gesto forzado. Tú y tus estúpidas dietas. Y mis estúpidos chillidos para que las cumplieras con el silencio hipócrita de nuestra complicidad por saber todos tus escondites de chocolate. Hace tiempo que los desayunos no son lo mismo, cambié el aceite que solías comprar por una mermelada de mora que comparte el color con la pena, y me faltan tus labios susurrando a la leche hirviendo.

A las siete ya era de noche. Los descampados parecían hablarme y esa casa que tanto me gustaba ha desaparecido, pero me ha llenado el recuerdo de ti por culpa de una mujer, inoportuna, que tendía la ropa. Algún día iré a algún supermercado y empezaré a oler todos los detergentes y jabones, uno a uno, hasta llegar a ti en la galería quejándote del tendedero. Desde la luz me miraban los señores que todavía me deben algo. Más tarde intentaré subir a rendir cuentas con ellos y, si coincidimos, podemos dejar de alargar el tiempo de espera para nuestro último baile. Sin mármol, sin vino, sin frío y con toda la plata que quieras.

Cuando volvía, he querido equivocarme otra vez, pero las cortinas de color salmón ya no estaban. Las habrá quemado el biólogo y ahora no tiene más remedio que dejar las persianas agachadas. Seguro que por la noche se muere de miedo al escuchar cómo el pasillo lo amenaza diciéndole que volvamos y que el golpe de la estufa de gas que calló al suelo por mi constante torpeza continúa haciendo eco. Los vecinos irán a protestar y el cura querrá ayudar. Ana se ofercerá a prestarle dinero mientras deja la tortilla al fuego y empieza a arder todo, y el biólogo no tendrá más remedio que irse de allí sin haber encontrado los escondites de chocolate.

Mientras, yo seguiré hablándole a la calabaza que me regaló mi madre, me creeré que da suerte y que, en unas horas, me esperas, con todos tus dientes y tu altivo cigarro, en el baile.


A petición de Mario

sésamo, tortilla, pena, calabaza, jabón

Capítulo 21 - Clementine




Te miro, me miras. En medio, el humo de unos cafés que esperan. Pude que la gracia del café este en el humo, un humo con olor tostado. O tal vez en su sabor, un sabor que mezcla lo dulce con lo amargo.

Tostados por el tiempo, nuestras miradas tropezaban de nuevo. Eran miradas dulces y amargas. Demasiadas coincidencias. A la vez, quemaban. Puede que por eso el café sea tan apto para estos momentos. Cafés con lágrimas dentro, cafés fríos de tanto esperar, cafés con hielo y limón, cafés que no paran de removerse de risas, cafés inquietos, cafés que despiertan y te dan los buenos días.

No era nuestro primer café, nos mirábamos pero uno callaba. ¿De qué hablábamos? Como siempre soñábamos con un mundo mejor. Con un mundo más alegre con nuetras músicas, nuestros libros, nuestras teorías sobre todo.

Cuántos besos, cuantas caricias, sonrisas, lloros o recuerdos han surgido de los labios mojados de un café prometido. Cuántas veces habrá sido invocado para experimentar sentimientos escondidos. Cuántas.

El café se terminó, el poso se secó, y ahí seguíamos. Tal vez ha dejado de ser la excusa. Simplemente ha sido víctima de él mismo y es un recuerdo más que se junta con la música, las luces y el olor y nosotros mismos flotamos ahora como humo entre nuestras miradas.

Puede que Clementine y las galletas danesas hayan entrado también al juego de los recuerdos, pero este té me sabe triste, y quiero café…

…contigo.


Desde siempre dependieron de la palabra milagro y desearon que el mundo fuera una miríada de eso de lo que todo el mundo hablaba, y esperaba, y que el primo de un compañero de un amigo de la familia había visto, hacía mucho o muy lejos. Aunque sabían que era una mentira, a sabiendas, caústica, también consentida. La llamaban fe y nunca supieron cómo representarla.

Así, en la más certera incertidumbre las agujas del reloj seguían moviéndose, y cambiaba el dibujo de los números de los digitales en algún lugar de su memoria. Pero en secreto y en el más absoluto de los silencios.

Las estanterías de todas las casas estaban llenas de horribles figuras que imitaban la forma de animales salvajes muertos y cintas de color amarillo colgaban de los marcos de las puertas. Los muebles eran de metal, todos iguales, atornillados a las paredes diáfanas de la fachada de aquellos edificios que imitaban pirámides de cristal abrazadas de un forjado más que oxidado por la humedad del mar.

Todos los peluches estaban en un museo, junto con jarros japoneses, bolígrafos, botes de pintura, alguna caja de galletas y pintalabios sin estrenar, que todos visitaban a través del ordenador. No había sitio ahí, en cambio, para el papel. Por eso no sé cómo eran, puede que como nosotros, pero sin serlo, porque todos los cuentos se habían olvidado para entonces.

jueves, 15 de enero de 2009

A petición de Elena

ordenador, papel, peluche, mueble, jarro

miércoles, 14 de enero de 2009

A petición de Seloquehicisteisenvuestroblog

escroto, éter, magnesio, lubricante, hipopótamo

Capítulo 19

Sentía todas las miradas encima de él, pero lo peor es que no sabía que hacer con ellas. La mezcla en su cabeza daba un resultado muy peligroso, y quizá la buena no se atrevió a escribirla. Escudriñó a su alrededor, mirando hacia el cielo buscando la inspiración como quien le busca color al éter. Estaba bloqueado, pero sin darse cuenta ya había salido una. Intentando mantener ese tono serio, pero a la vez fluido, grácil, biensonante, literario al fin y al cabo, le había salido la primera, y encima mezclada con color. Esto marchaba, pero, se paró de repente y bloqueó todo lo que estaba en marcha.

Qué coño era eso del estilo biensonante, qué coño era eso de meter las cosas con lubricante para que no hiciesen ruido ni daño, para que no chirriaran con las demás cosas. ¡Qué mierda le pasaba! De nuevo le repugnaban esos formalismos. Se metió la mano hasta el escroto, se lo cogió bien prieto y gritó: Esto pa’ ti. Que se joda tanto verbo fino, si al final se dice lo mismo. Hasta sale rima asonante. Vale que parece un arte del hipopótamo bailarín, que parece torpe, pesado…Es danza, es narración. Es lo que me de la gana, y así me espanto algunos ojos que se han cansado ya de escudriñar.

Estaba que ardía, pero se había quitado un peso de encima. Mejor dicho, 4 pesos. ¿Qué le quedaba?, ¿Qué le atormentaba? De nuevo empezaba a sentir las miradas en el pescuezo. Cómo le costaba salir a la última, se resistía como nunca ninguna lo había hecho, ni siquiera vislumbraba una posible salida.

Se volvió a parar, se relajo de nuevo y pensó en ese verde que se ve en las hojas a trasluz. Tanta magia apoyada en el verde clorofila, en el verde del átomo de magnesio de la molécula de clorofila. Pocos llegan a saber estas pequeñas cosas. Esa grandeza de lo diminuto. Ese dato que tenía ahí guardado en la manga, que muchas veces son los que te libran de los apuros. I ahí estaba, en efecto, esa pequeñez, esa pequeña pedantería que le salvo.

Quizá lo bueno no se atrevió a escribirla, pero muchas letras había colocado ya, una detrás de otra, y de alguna manera sabía que saldría del apuro, que cerraría a tantos ojos que le miraban.