martes, 28 de octubre de 2008

capítulo 2

Los cafés de la mañana en aquel bar de la Plaza de la Reina se los debía a sus camaradas. Jamás pensó que se tratara de solidaridad, ni siquiera estaba seguro de haber pronunciado esa palabra en voz alta alguna vez. La había leído en los carteles que solían adornar los muros del Barrio del Carmen y en los chalecos de esos chicos- tan graciosos- que perseguían a la gente en al Estación del Norte cuando se dirigía al trabajo pasadas las nueve. Incluso juraría haber visto esa palabra escrita en alguna lona blanca colgada en un balcón.
Todo aquello le parecía lejano y muy serio. En realidad no podía, ni hubiera sabido, argumentarlo, pero estaba seguro de que también era demasiado serio para las personas que recorrían aquellas calles pendientes del reloj. Además, requería implicación. Por eso, el secreto estaba en encontrar buenos camaradas. Cuestión de comodidad, para ellos.

Muchos estaban simplemente de paso, pero otros tenían un sitio fijo en la barra o en alguna de las mesas del bar. Normalmente barrenderos y repartidores de prensa que tenían asignada aquella zona. Cuando alguno de los camaradas lo veía saliendo de Bordadores pedía un tocadito para él y, antes de que entrara por la puerta, ya lo tenía en su esquina. Para él era la mejor forma de ver aclarar el día. El príncipe de la calle, así lo llamaban- y no le importaba porque era el único de ellos que podía presumir de vivir en el centro-, llegaba cada día con una historieta nueva que compartir. Mentiras a sabiendas, fantasías infantiles a los setenta o verdades increíbles. Era el modo que tenía de contarlas por lo que valía la pena escucharlo. Y, aunque nunca lo dijeran, cada uno acababa creyéndolas a su modo.

Siempre había querido ser actor y aquel bar, con la atmósfera de tabaco, café y anís, se convirtió en un trasto como los que guardaban esos teatros delante de los que paraba para ver la programación de las obras y leer el nombre de los actores, aunque no conociera a ninguno. Aún así, juraría que alguna vez había visto al tal Arturo Fernández salir por la puerta del Talia una noche de miércoles hace muchos años. Además, qué mejor público que sus camaradas. Pero esos momentos de abstracción se acababan cuando alguien decidía apagar las farolas para advertir de que ya era hora de volver al trabajo, o empezar.

Últimamente hablaba de su novia boloñesa, lo que daba pie a que recordara con ellos sus anécdotas de marinero. Había perdido, decía, la cuenta de las veces que salió del puerto de Valencia para dejarse marear por el Mediterráneo para llegar a Génova, Pisa, Nápoles o Palermo. Chapurreaba algunas palabras en italiano con las que, ni él mismo, estaba seguro de lo que quería decir. De vez en cuando, le gustaba dar una pincelada de misterio, y grandilocuencia, a sus palabras: "no podéis imaginar lo que transportaban aquellos navíos". Entonces inflaba el pecho mientras hacía como si calafateara algún barco y, por la cara que ponía, parecía incluso que pudiera oler la brea. Aseguraba que en unos meses marcharía a Bolonia, con su novia, para estudiar una carrera en la universidad que tanto renombre tenía. Todavía no había decidido si estudiar Historia o Literatura. Lo mismo daba, decía que le gustaba toda clase de ciencia ficción. Sólo tenía que esperar a que le concedieran la beca del Ministerio que compró en el kiosko y guardaba, ya rellenada, en el bolsillo interior de su mochila.

Cuando veía que alguno de sus camaradas hacía el amago de regalar alguna perlita como "trolero", aterrizaba de nuevo y echaba mano de la realidad: explicaba todos los nudos habidos y por haber- más de uno, juraba, de invención propia-, de aquella vez que quebró el moco y permitió a los cabos sumarse a la libertad a la que invita el mar, de todos los vientos locos que hay que tener en cuenta a la hora de desplegar las velas.
Pero esos momentos de abstracción acababan cuando alguien decidía apagar las farolas para advertir de que ya era hora de volver al trabajo, o empezar.
Mañana a las cinco, cuando muchas personas siguen durmiendo ajenas a quienes ven despertar la ciudad, el príncipe, marinero y actor volvería al bar con sus camaradas para poner, como cada día, en una misma balanza imaginación y realidad.
M. Ramón

4 comentarios:

dos mentirosos dijo...

nosotros tb queremos proponer! podemos? podemos? verdad que podemos?

Una foto, por favor! dijo...

Muy buena la idea :)

autoestopistas dijo...

Nos gusta la utilización de nuestras palabras! Cuando se precie, nos pedís que os daremos más!

Por cierto, en nuestro blog teneis un pequeño concurso. A ver si participais!

dos mentirosos dijo...

mono, flauta, desolador, naranja y... judío? vamos vamos!

;) un saludo!