viernes, 7 de noviembre de 2008

cap. 4

Fue decidido a darse un capricho a la tienda de música de la calle de La Paz. En aquel aparador le esperaba la flauta reclamo con la que invocaria a los bigotudos, sonido que lo envolvió durante los cálidos meses que pasó en las cálidas tierras del Perú. Allí donde el sol quebró sus mejillas y pudo sentir la acción trituradora de los ácidos de las tierras mineras en las que trabajó cuando todavía no era un hombre.
El dependiente que lo atendió se extrañó mucho de aquella selecta petición y le hizo cierta gracia que un personaje peculiar como aquel pidiera ese tipo de flauta.

Siempre sintió atracción por la música. De niño, aprendió a tocar el piano en casa de sus abuelos. No hubo tarde en que fallara al encuentro con aquel majestuoso instrumento de roble. Además, el piano le servía de pretexto para merendar el pan con aceite y sal salpicado de pimentón que le preparaba su abuela cada tarde. Pero un día llegó y el piano ya no estaba. No se enteraría hasta años después que tuvieron que venderlo por los problemas que tuvo su padre con el juego. Jugador, bebedor y putero, decían en más de una ocasión los mayores. Él nunca entendió muy bien qué querían decir con eso hasta que llegó el momento, no sabe cuándo, en que algunos cables hicieron contacto en su cabeza y, por fin, pudo entenderlo todo.

No volvió a sentarse delante de un piano hasta los 60 cuando, con suerte, encontró trabajo en un famoso local de Valencia. Era el encargado de tocar el teclado en el espectáculo de variedades de Rosita Amores, aquella mujer que invadió los sueños de muchos hombres valencianos cuando se atrevió a desafiar los años de censura franquista. También pudo compartir escenario con su gran amigo Rafa Conde, El Titi, quien con su desparpajo consiguió, pronto, meterse al público en el bolsillo.

Era viernes, por la noche iría a un bar del Carmen a beber y escuchar música que le hacía sentir ganas de llorar, aunque la letra de las canciones fuera en inglés y no entendiera nada de lo que dijeran. Siempre le pasaba lo mismo. El ambiente de la noche y el alcohol le hacían recordar su pasado y dejarse vencer por la nostalgia. Ya había cobrado la pensión así que no tendría ningún problema a la hora de pagar las copas. Iría pronto para acomodarse en uno de los taburetes de cuero en los que, al rato de estar sentado, recordaba el olor del roce de la peinetas de la silla que utilizaba para montar en el pueblo el caballo de un viejo amigo de la familia. De allí saldría con otra perspectiva sobre a dónde lo había llevado la vida durante los últimos cinco años. Doble, desde el suelo, con un invisible efecto que lo imantara a la pared, con sensación interna de centrifugado, temblores en el suelo... Se dejaría llevar hasta la calle Caballeros, convertida en orinal improvisado cada noche de fin de semana y caminaría hasta decidir dónde dormiría con aquella dulce y ahogada resignación. Todo por culpa de las tristes canciones del bar.

M. Ramón

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo que más me gusta es ese sprint final que demuestra que, si quisieras, podrías utilizarlas todas en un solo párrafo.

Os está quedando una historia chula, ¿luego sacaréis un libro?

jejeje