sábado, 29 de noviembre de 2008

La mejor forma de entenderse con Valencia es por la noche. Volver a casa en bicicleta a las cinco de la mañana cuando todo es silencio y todas las luces de los semáforos significan lo mismo. Ser la única persona que cruza el puente de Monteolivete y pararse, porque sí, para quedarse con la luz blanca. Mientras, la vida duerme dónde y cómo sea o empieza a perderse en la profundidad de un espejo mientras la cafetera prepara la mañana en la cocina.


Sin darte cuenta ya estás en el suelo preguntándote las cosas más estúpidas del mundo. Cuántas piezas de azulejo habrá en los hijos de Calatrava o cuántas veces se ha ido la luz en esos edificios verdes que parecen colmenas. Ese instante es de libertad con uno mismo y con todo lo que que tiene color, se mueve o parpadea. Y echas de menos el ruido de la gravilla por aquel camino de los sábados, aunque, de vez en cuando, intentes imitarlo con los chococrispies. Hay cosas que no pueden guardarse en una caja de cartón.

Entonces, el mp3 juega a ser impertinente y cuela el sonido de una guitarra que siempre decías que aprenderías a tocar. Antes de que te dé tiempo a quitarte los guantes para saltar la canción, la voz que te llega de los auriculares ha tenido tiempo de quedarse a gusto escupiendo cuatro frases fáciles de amor que esa guitarra no se merecía. Coges la bicicleta y pedaleas hacia la Plata, ya, sin música.

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