martes, 23 de diciembre de 2008

Intento convencerme para no pensar. Y, sin quererlo, pienso. Es por culpa de las prisas. Cuando me despierto y cruza otra vez, recapacito y me digo que tengo que esperar. Por lo menos hasta el día 28. A lo mejor es un capricho, porque ya me ha pasado otras (muchas) veces. Es un mal don que tengo, como el del amor fácil.


Es señal de ausencia de la absoluta certeza. Veo momentos en los que las dudas parecen estar en Marruecos y aparecen, en segundos, sin más. No las he llamado. Sinceramente, no molestan, ni poco ni demasiado. Es sólo un cambio, dan vida a los altibajos en el pensamiento, reclaman nuestra más fiel atención. Como un proceso constructivo, las dudas pretenden llevarnos a una decisión, aunque a veces se alargue tanto que parezca que nunca llegará, o ya está todo claro pero preferimos seguir nadando en círculos. Hacen que nos hagamos un favor, aunque a veces resuenen como si lleváramos varias horas de estudio de la peor materia y se conviertan en un ruido casi insoportable que no podemos alejar ni con la inocente ayuda de la almohada.

Hay quien cree que las dudas van de la mano de un proceso emocional: estar, sentirse, triste o feliz. Yo no lo veo. Quieren que nos replanteemos todo aquello que damos por hecho o que se esconde detrás de los marcos de las fotografías de mi habitación, o de la tuya. Es la causalidad de los golpes de la conciencia. Los escuchas e, intevitablemente- al menos en mi caso-, te conviertes en la persona más pesada del mundo para abusar de cierta amistad.

Llevo ya cuatro días con ellas, quedan otros seis. Si no se han ido para entonces, las quemaré en algún papel para el 31.

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