domingo, 18 de enero de 2009

Desde siempre dependieron de la palabra milagro y desearon que el mundo fuera una miríada de eso de lo que todo el mundo hablaba, y esperaba, y que el primo de un compañero de un amigo de la familia había visto, hacía mucho o muy lejos. Aunque sabían que era una mentira, a sabiendas, caústica, también consentida. La llamaban fe y nunca supieron cómo representarla.

Así, en la más certera incertidumbre las agujas del reloj seguían moviéndose, y cambiaba el dibujo de los números de los digitales en algún lugar de su memoria. Pero en secreto y en el más absoluto de los silencios.

Las estanterías de todas las casas estaban llenas de horribles figuras que imitaban la forma de animales salvajes muertos y cintas de color amarillo colgaban de los marcos de las puertas. Los muebles eran de metal, todos iguales, atornillados a las paredes diáfanas de la fachada de aquellos edificios que imitaban pirámides de cristal abrazadas de un forjado más que oxidado por la humedad del mar.

Todos los peluches estaban en un museo, junto con jarros japoneses, bolígrafos, botes de pintura, alguna caja de galletas y pintalabios sin estrenar, que todos visitaban a través del ordenador. No había sitio ahí, en cambio, para el papel. Por eso no sé cómo eran, puede que como nosotros, pero sin serlo, porque todos los cuentos se habían olvidado para entonces.

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