sábado, 3 de enero de 2009

Nadie advierte de que hay que tener cuidado con las quimeras. Rueda y se esconde debajo del sofá-cama. Allí, la inseguridad parece más chiquita. Cree examinar todos los muebles: las patas de las sillas están peladas, la mesa anda algo coja, las puertas de los armarios decoradas con golpes y calvas de barniz, hay un jarrón en el aparador que pide a gritos unas flores y el marco de fotos hace tiempo que echa de menos al matrimonio que arropa. El polvo está por todas partes. No se le antoja el olor a viejo ni a cerrado.

Está solo, no hay nada olvidado junto a él. Intenta recordar qué es lo que hizo por última vez antes de rodar y quedarse quieto, pegado al bordillo de la pared debajo del sofá-cama. Pero no hay recuerdos. No imagina que piensa que cierra los ojos, fuerte, para poder recordar porque ya no es. Los ojos ya no le dan vida. No puede tocarse la cara, el intento de pataleo no existe. El sonido es un nuevo concepto desconocido. El plástico rojo al que el aire le da la forma que le ha permitido llegar a la sombra se limita a estar.

Una de las preguntas estúpidas de madrugada bajo las luces de neón lo ha llevado hasta allí. Aún así no sabrá cómo es ser una pelota, ni qué tipo de pelota es y tampoco sabrá que el sofá-cama que lo protege es parte de la casa de campo que le gustaría ser a ella.

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